When I was a younger man, my best mate G and I used to play an alpine-themed computer game, the name of which escapes me now. We were not good players of this game but got a great deal of amusement out of this fact, thanks to the way it rendered our incompetence. In the skiing section of the game's multi-sport offering, you had to head down the slope and steer round these odd, rectangular monoliths (think 2001, A Space Odyssey, and narrow them).
We were extremely bad at avoiding these things, and in the end actively tried to hit them because the point of view would switch as you approached another inevitable collision with one of these things, such that you didn't actually see the impact. You merely heard it, a sort of dull thump, snow falling from the top of the thing, dislodged by the crash, and the painful wailing of your computer skier. It was comfortably the most entertaining element of the game.
Why do I bring this memory up, of a game whose title has long since disappeared from my memory? Because, dear reader, I was reminded of it for real yesterday, as I tried downhill skiing for the first time in my life. And the last.
Now I've skied before. Once. In 1988. And it was the cross-country version; long, narrow skis on which you sort of slide, sort of walk through trails in the landscape. I remember even then collapsing into a snowdrift as the light faded in a forest in the heart of Germany, after what felt like all day doing this, having tripped for the thousandth time over my own skis. My companions, joyfully seeing the lights of our destination finally come into distant view, skied off into the gloom, leaving me to pick myself up and drag my arse back to where we were staying some time after everybody else. In a dark forest containing wolves, bears and Christ knows what else – my imagination was coming up with snow zombies.
So I sort of knew how this was going to go. I didn't really want to go, truth be told, but recognising how fortunate we are to be able to do this at all under current restrictions almost everywhere, and that there'd be very few people about because of travel limitations, off we went.
First thing was an hour-plus wait in a queue to hire the kit. Tech issues, apparently. That resolved, we took the long chairlift to the top of the mountain at Manzaneda, the name of the local ski resort. The views are absolutely spectacular, and worth a visit even if you have no intention of attaching skis to your feet.
Photo: Manuela Hervella |
Cuando era joven, mi mejor amigo G y yo solíamos jugar a un juego de ordenador de temática alpina, de cuyo nombre no me acuerdo. No éramos buenos jugadores de este juego pero nos divertíamos mucho con el nivel de nuestra incompetencia. En la sección de esquí de la oferta multideportiva del juego, había que bajar una pendiente y esquivar unos extraños monolitos rectangulares (mas estrechos que los que aparecen en 2001, Una Odisea del Espacio).
Éramos extremadamente malos, y al final intentábamos golpearlos a propósito porque el punto de vista cambiaba al acercarse a otra colisión inevitable, de tal forma que no se veía realmente el impacto. Simplemente lo oías, una especie de golpe sordo, la nieve cayendo de la parte superior de la cosa, y los dolorosos lamentos de tu esquiador de computadora. Era tranquilamente el elemento más entretenido del juego.
¿Por qué saco a relucir este recuerdo de un juego cuyo título hace tiempo que desapareció de mi memoria? Porque, querido lector, ayer me lo recordaron de verdad, cuando intenté esquiar en pista por primera vez en mi vida. Y la última.
Que conste que he esquiado antes. Una vez. En 1988. Pero era esqui de fondo; esquís largos y estrechos en los que te deslizas, como si caminaras por raíles en el camino. Recuerdo que incluso entonces me cai cuando se estaba haciendo de noche en un bosque en el corazón de Alemania, después de haber tropezado por milésima vez con mis propios esquís. Mis compañeros, viendo con alegría las luces de nuestro destino finalmente, se fueron esquiando hacia la penumbra, dejándome atrás, arrastrando mi culo de vuelta a donde habiamos quedado, un buen rato mas tade que mis compañeros. En un bosque oscuro que contenía lobos, osos y vaya usted a saber qué más – mi imaginación ya veia los zombis en la nieve.
Así que de alguna manera sabía cómo iba a ir esto de esquiar en pista. La verdad es que no quería ir, pero reconociendo lo afortunados que somos de poder ir a esquiar bajo las restricciones actuales en casi todas partes, y que habría muy poca gente debido a las limitaciones de viaje, nos fuimos.
Lo primero fue una hora de espera en una cola para alquilar el equipo. Problemas técnicos, aparentemente. Una vez resuelto, tomamos el remonte hasta la cima de la montaña de Manzaneda, el nombre de la estación de esquí local. Las vistas son absolutamente espectaculares, y vale la pena visitarlas aunque no tengas intención de ponerte los esquís en los pies.
Eso fue el punto mas alto del dia, no solo de altitud pero en diversión. Un pequeño consejo de una amiga que esquía bien, y lo intenté lo major que pude. Básicamente, en el momento en que puse los esquís paralelos y orientados hacia abajo, aunque en una suave pendiente de aprendizaje, volví a visitar ese juego de ordenador y escuché los gritos de mi esquiador digital una y otra vez. Todos los esfuerzos por seguir los consejos sobre cómo reducir la velocidad o la dirección no lograron absolutamente nada. Estaba cogiendo velocidad, pero esencialmente podría haber sido una canica en una superficie de mármol pulida, por todo el control que tenía. Dirigiéndome inexorablemente hacia una serie de postes y un ascensor de arrastre, mi única opción para detenerme era golpear el suelo deliberadamente.
Deslizándome hacia un ridículo indigno, necesite un esfuerzo monumental para volver a poner en pie mi corpulento cuerpo. Incapaz de mover los tobillos debido a las botas, y con los esquís pegados trabajando juntos para obstaculizarme cómicamente, sólo levantarme fue un esfuerzo infernal. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Hasta que al final me detuve junto a una cola de gente que esperaba que el remote percha. Fueron tan amables de no reírse, y ya frustrado y empapado en sudor, supe que no iba a tener paciencia ni habilidad para esto.
Por supuesto, la percha remonte que todos los demás agarran, una sillita que te pones en el trasero, entre las piernas y te desliza suavemente hacia arriba, acabe colgado y medio arrastrado en el suelo, mi culo se abrió camino en la pendiente antes de que finalmente perdiera mi agarre y acabara tirado en el medio del remonte evitando que me dieran en la cabeza los remontes vacios o de gente que venia detras de mi. Ahí me plante. Había resultado más o menos exactamente como me lo había imaginado, así que me senté en la nieve fuera del camino para disfrutar de la vista.
Aún así, no me rompí ningún hueso. A diferencia de un tipo al que vi más tarde cojeando dolorosamente y ayudado por la gente de primeros auxilios hacia una ambulancia en espera, al menos no me rompí nada. Y no es como si hubiera fotos de mi humillación o algo así. Excepto, por supuesto, por la que apareció en el periódico regional O Sil a la mañana siguiente, mi silueta vestida de negro se extendía como una mancha de tinta en el suelo, una araña borracha en patines tratando de pararse en una pista de hielo. Afortunadamente, esta foto era tan pequeña que soy irreconocible para todos, excepto para los amigos que estaban conmigo y lo habían visto todo de primera mano.
C y yo decidimos dejar la pista. Vimos a niños que parecían demasiado jóvenes para empezar la escuela, pero que pasaban a nuestro lado, tallando formas S gigantes en las laderas como si hubieran nacido con los malditos esquís en sus pies. Hoy en día, la parte superior de mis hombros, mis muslos y mis glúteos me duelen como si hubiera hecho mucho ejercicio en lugar de deslizarme por una pequeña parte de una montaña bajo el tierno cuidado de nada más que la gravedad. No es para mí. Un chocolate caliente, un paseo por la nieve y disfrutar de esas vistas. A eso si que me apunto.